
Nunca he tenido problemas con nada. Salvo con la altura. Soy una intelectual que en la vida ha trepado a un árbol.
Recuerdo todavía una lejana tarde, durante la cual se me ocurrió subir por la escalera de hierro oxidado de un depósito de agua. Al comenzar, me arañé las palmas de las manos con la herrumbre y sangré un poco. Llegado a quince metros de altura, me dije: "Tengo la impresión de que los barrotes de la escalera van a ceder bajo mis pies, a cada paso." La mano herida me dolía y eso alimentaba mi angustia. Acabé renunciando y dejé a mi amigo subir solo; desde lo alto de la torre, me envió un escupitajo burlón que desapareció inmediatamente en el viento.
Los años han pasado, pero mi miedo a la altura perdura. Y aun hoy me invade un horrible hormigueo procedente del estómago cada vez que miro la vida desde las alturas.
No, prefiero tener los pies en el suelo.
Y andar sobre seguro.
Siempre.
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